El ciclón Chido devastó recientemente la isla francesa de Mayotte, dejando tras de sí un paisaje de desolación y poblaciones traumatizadas en busca de reconstrucción. Ahmed Attoumane, uno de los muchos residentes afectados por el desastre, vio su casa reducida a ruinas y su familia obligada a dormir en el suelo, expuesta a los elementos.
Padre de cinco hijos, vive con miedo a los ladrones, a los intrusos, en extrema precariedad. Con su hijo de 18 años, se esfuerza por reconstruir lo que se puede reconstruir, rescatando de entre los escombros las pocas posesiones que aún son utilizables. Pero las dificultades se acumulan, falta agua y electricidad, escasean las velas y crece la desesperación ante la falta de ayuda.
Al igual que Ahmed, muchos residentes lamentan la falta de asistencia y se sienten abandonados en su angustia. Se ven obligados a pedir prestado a sus seres queridos para intentar reconstruir algo parecido a un techo sobre sus cabezas. Los días pasan, el tiempo apremia y con la llegada de la temporada de lluvias, el miedo a no poder reconstruir a tiempo se convierte en una ansiedad permanente para muchas familias.
La angustia silenciosa de estas poblaciones aisladas revela una necesidad urgente de ayuda y solidaridad. Los ojos se levantan hacia aquellos que podrían aliviar su sufrimiento, aportar una pizca de esperanza en un caos que parece no tener nunca fin. En Mayotte, la emergencia no es sólo material, es humana, social, y cada gesto de generosidad cuenta para quienes luchan por encontrar una apariencia de normalidad.
A la sombra de la indiferencia y el olvido, vidas enteras quedan patas arriba y destinos trastocados por la ira de la naturaleza. Es hora de recordar que detrás de cada estadística, de cada imagen de desolación, hay una historia, una tragedia humana que exige compasión, acción y solidaridad. Quizás, reuniendo nuestras fuerzas y recursos, podamos ofrecer un nuevo comienzo a quienes lo perdieron todo durante el devastador paso del ciclón Chido.