Domingo 6 de abril, alrededor de la medianoche, un drama cayó sobre la ciudad de Ngandajika, un rincón del mundo donde la fe está involucrada en las incertidumbres de la vida diaria. Un niño, de unos diez años, perdió la vida en el trágico colapso de una pared en ladrillos de adobos de la victoria de la iglesia. En medio de la oración, las canciones de esperanza se han convertido en gritos de ansiedad. El relato de François Tshibanda, reportado por Fatshimemetry, resuena como una advertencia: «Dormí, comencé a llover … Entonces, un trueno», dice, como si la naturaleza misma hubiera decidido interrumpir este rito sagrado.
Este drama no es solo una noticia. Él plantea una pregunta candente: ¿a qué precio los creyentes continúan acumulándose en lugares donde la seguridad de las instalaciones ya está comprometida? Este muro, símbolo de una espiritualidad defectuosa o una falta de mantenimiento trágico, nos refiere a una realidad apenas velada: muchos lugares de culto en regiones como Ngandajika son vestigios del pasado, edificios sin evaluación, desprovistos de atención o afecto. ¿Tienen la obligación de dar la bienvenida a estas almas en busca de paz o solo son refugios azulados que protegen las premoniciones del desastre?
Los votos que aumentan ahora requieren el requisito de construcciones sólidas y su mantenimiento, lo que refleja una indignación legítima. Benjamin Mutombo, miembro de la sociedad civil, no pega las palabras: “El estado debe exigir a las iglesias la construcción de paredes sólidas. Pero, ¿cuáles son las armas reales de esta indignación? Las palabras, un marco legislativo apenas aplicable o una conciencia colectiva? La cuestión de la responsabilidad es esencial aquí.
El marco de la práctica religiosa, a veces erigido al rango de sacrosanto, tiende a oscurecer un hecho flagrante: la dilapidación de los edificios. Busque la historia alrededor de estas paredes decreciadas. La transición a una modernidad reacia, donde la relajación de las normas y la sensación de invencibilidad conducen a un status quo trágico. Cada estructura abandonada, cada pared que amenaza con colapsar, es un cruel recordatorio de que la fe no será suficiente para proteger a los fieles de las consecuencias de la mala entrevista.
Entonces, ¿qué pasa con la solidaridad? Miles de voces gritan en la noche, transportadas por un deseo de cambio profundamente anclado. El juicio de esta tragedia no es el de un solo pastor o una sola congregación, sino de un todo que, por su pasividad, promoverá una tragedia revelada en el choque de los ladrillos que colapsan. La vida humana, ya sea en el corazón de un templo o no, nunca debe ser sacrificada en el altar de negligencia.
Y ahora, ¿qué pasará? La victoria de la iglesia está cerrada, como un símbolo de los miedos que se ciernen. ¿Cuánto tiempo antes de volver a abrir sus puertas? ¿Cuánto tiempo antes de que las autoridades locales enfrentaran sus responsabilidades, antes de que esta tragedia sea solo el eco de un evento olvidado, y que los nuevos sacerdotes de oración tienen lugar bajo un refugio igualmente precario?
La búsqueda de la espiritualidad segura debe convertirse en una emergencia. El niño perdido, el símbolo doloroso de los defectos estructurales de una comunidad, nos recuerda que la fe, aunque criada, no debería ser una excusa para ignorar los peligros tangibles que merodean. Así es como podríamos, finalmente, pasar de la oración a la acción, y cada pared, cada iglesia, no se convertiría en un simple refugio de creencia, sino una fortaleza de protección.