La masacre de Thiaroye en 1944 queda grabada en la memoria colectiva, como una herida irreparable infligida a la historia de los fusileros africanos. Entre ellos, M’bap Senghor encarna el símbolo de la tragedia vivida por estos combatientes que cayeron bajo las balas francesas después de haber servido valientemente durante la Segunda Guerra Mundial. Al regresar del frente, su vida llegó repentinamente a su fin en el campo de Thiaroye, lo que suscitó una pregunta persistente: ¿masacre o represión?
Los testimonios de descendientes, como Biram Senghor, hijo de M’pab, resuenan como cantos de memoria, pidiendo verdad y justicia para estos soldados sacrificados. El pesado silencio que rodeó este acontecimiento durante décadas ha dado paso a una búsqueda incesante de reconocimiento y rehabilitación de las víctimas. Las zonas grises persisten, mantenidas por las zonas de negaciones y no dichos que aún rodean este doloroso capítulo de la historia francoafricana.
Más allá de la emoción y el dolor, surge una necesidad imperativa: la de rendir homenaje a estos hombres, a su coraje y a su compromiso al servicio de Francia, a menudo a costa de sus vidas. El escándalo de la masacre de Thiaroye revela los fallos de un sistema, los estigmas de una época en la que el valor humano podía ser despreciado en nombre de la discriminación y la jerarquía racial.
Frente a esta oscura realidad, es necesario arrojar la luz de la verdad, para que estos fusileros africanos tratados injustamente puedan finalmente recuperar su dignidad y su lugar en la Historia. Las historias de los descendientes, las investigaciones históricas, las conmemoraciones oficiales son todos medios para restablecer la verdad y curar las heridas aún abiertas de esta tragedia.
Honrar la memoria de los fusileros de Thiaroye es también una oportunidad para saludar la contribución de las fuerzas coloniales a la liberación de Europa, cuestionando al mismo tiempo las responsabilidades y las injusticias que marcaron estas páginas oscuras de la historia común. El deber de recordar se impone como un imperativo ético y moral, recordándonos que la historia sólo puede escribirse a la luz de la verdad y la justicia.